Hacer las paces con tus pensamientos
- Juli Cadavid
- hace 7 días
- 4 Min. de lectura
A veces creemos que el enemigo está en nuestra cabeza. Que la mente es ese ruido constante que no nos deja en paz,que nos sabotea, que nos dice cosas horribles sobre nosotros mismos.
Y nos peleamos con ella.
Queremos apagarla, callarla, controlarla.
Pero entre más la peleás, más grita.
La mente no es el enemigo. Solo necesita compasión… y entrenamiento.
A mí me gusta imaginar que mi mente es como una persona que vive conmigo. Una inquilina. Una roommate que paga renta —a veces se atrasa, a veces paga por adelantado—,a veces hace un desorden terrible, a veces me odia, pero otras veces… me escucha, me calma, me ayuda a ver lo que no veía.
Pensar en mi mente como algo separado de mí me permite tomar distancia. Hacer zoom out. Observarla sin tanto juicio, sin creerme cada cosa que dice.
Porque cuando estás dentro de tus pensamientos, todo se distorsiona. No ves con claridad. Te creés tus miedos como si fueran verdades. Es como estar dentro de una película en la que olvidás que sos el espectador y empezás a sufrir como si todo fuera real.
Un ejemplo más simple: cuando estás en una relación que no te hace bien y tus amigas ven todas las red flags, pero vos no ves nada. Ellas tienen distancia, vos estás adentro. Y desde adentro, todo parece justificable.
Eso mismo pasa con tus pensamientos. Cuando te los creés sin cuestionarlos, te consumen. Y lo más peligroso es que los pensamientos negativos se reproducen entre ellos. Se convierten en una cadena, en un loop mental del que cuesta salir.
La ciencia lo explica bastante bien: según estudios en neurociencia cognitiva, el cerebro humano genera entre 60.000 y 70.000 pensamientos al día. Y más del 80% son repetitivos. Y de esos, la mayoría tienden a ser negativos. No porque seamos pesimistas por naturaleza, sino porque la mente está programada para sobrevivir, no para hacerte feliz.
Tu cerebro busca amenazas. Por eso se queda pegado en lo que salió mal, en lo que te preocupa, en lo que podría fallar. Y eso tiene sentido evolutivo: te mantiene a salvo. Pero en la vida moderna, ese mecanismo se convierte en un sabotaje silencioso.
Por eso aprender a observar tus pensamientos con distancia es una forma de autocuidado. Casi un acto de madurez emocional.
A mí me sirve algo muy simple: hacer preguntas. Cuando un pensamiento llega, no lo tomo como verdad. Me detengo y me pregunto: ¿Esto es real o es una historia vieja?¿Tengo pruebas de que esto sea cierto?¿O mi mente está tratando de sostener una narrativa que me mantiene en mi zona de confort?
Porque muchas veces los pensamientos llegan solo para reafirmar una versión de vos misma que ya conocés. Una versión limitada, cómoda, pero estancada.
Y esa es la trampa: la mente no quiere que cambies. Quiere que sobrevivas. Y sobrevivir no es lo mismo que vivir.
Entonces, cuando te separás de tu mente, cuando la observás con cierta curiosidad, empezás a ver su patrón. Ves que muchas de las cosas que te decís no son tuyas, son aprendidas. Vienen de tu familia, de tu educación, de tu entorno, de tu trauma. Y si podés ver eso con distancia, ya tenés poder.
Porque el problema no es tener pensamientos negativos. El problema es creer que son verdad.
Yo aprendí que observar la mente con compasión cambia todo. No para justificarla, sino para entenderla. A veces le hablo: “Ok, te escucho. Sé que querés protegerme. Pero esto que estás diciendo no me está ayudando.”
Y ahí la conversación cambia. Ya no es guerra. Es diálogo.
Cuando haces eso, pasan cosas interesantes: Tus relaciones mejoran, porque ya no reaccionás desde el primer impulso. Podés escuchar sin defenderte, podés sentir sin colapsar. Tu trabajo cambia, porque podés cuestionar tus ideas sin sentir que todo se derrumba. Tu autoestima se vuelve más estable, porque dejás de creerte todo lo que pensás sobre vos misma.
Y ojo, no es que los pensamientos desaparezcan. La mente va a seguir haciendo lo suyo, siempre. Pero vos empezás a ocupar otro rol: el de observadora.
Y desde ahí hay poder. Porque cuando observás, elegís.
La mayoría de las veces, los pensamientos no son hechos. Son interpretaciones. Y entre el pensamiento y la acción, existe un espacio. En ese espacio está tu libertad.
Por eso, darle nombre a tu mente puede ser útil. Yo le puse nombre a la mía. .Y eso me recuerda que lo que dice no define quién soy.
Entonces si querés practicar esto, te dejo algunos pasos:
1️⃣ Observá sin reaccionar.Cuando un pensamiento llegue, no corras a responderlo ni a pelearlo. Solo observá.
2️⃣ Preguntá con curiosidad.¿De dónde viene esto? ¿Qué está intentando proteger? ¿Es mío o lo aprendí de alguien más?
3️⃣ Cuestioná la historia.Si el pensamiento dice “no soy suficiente”, buscá evidencia real. Probablemente vas a encontrar mil razones por las que sí lo sos.
5️⃣ Entrená la mente como un músculo.La atención es entrenamiento. Entre más la practiques, más fácil será regresar al presente.
Porque eso también es importante: la mente no vive en el presente. O está reviviendo el pasado o está anticipando el futuro. Y ahí se genera la ansiedad.
Hacer las paces con tus pensamientos no significa pensar bonito. Significa pensar con conciencia. Saber que podés tener pensamientos oscuros sin que eso te convierta en alguien roto. Que podés observar la tormenta sin ahogarte en ella.
Y cuando lográs eso, la vida se vuelve más ligera. Porque ya no estás tratando de controlar todo lo que pasa en tu cabeza. Estás aprendiendo a convivir con eso.
La mente no es una cárcel. Es solo una habitación llena de puertas. Algunas llevan a lugares oscuros, sí, pero otras llevan a claridad, creatividad, amor propio, gratitud. Y cada vez que elegís abrir una distinta, estás un paso más cerca de la libertad.
Así que… hacé las paces con tus pensamientos. Escuchalos, pero no te identifiques. Cuestionalos, pero no los odies. Dejalos ser, y luego dejalos ir.
Porque al final, lo que pensás no te define. Lo que elegís hacer con eso, sí.
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